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La pregunta del millón

La Pregunta del Millón

Treinta días de viaje de luna de miel, pueden sonar maravilloso para una pareja joven que está por casarse. Treinta días, recorriendo algunas islas del Caribe, puede ser un sueño cuando llega como regalo de matrimonio inesperado. No podía estar más feliz.

A veces, el universo confabula y te sorprende, te sorprende, de muchas maneras.

Te sorprende de tantas maneras que a veces no las logras ver todas.

Viajé como una novia ilusionada, inexperta en todo sentido y feliz de iniciar una vida nueva.

Fueron pasando los días, el marido de estreno, las comidas deliciosas, las conversaciones, los lugares maravillosos, las puestas de sol espectaculares, las cataratas, los bosques, la belleza natural en su máxima expresión. ¿Por qué me sentaba a contemplar estas maravillas y sentía que algo no encajaba? ¿Por qué no sentía que tocaba el cielo?

La ilusión, el entusiasmo iban decayendo día a día, siempre había una excusa: insolación, enfermedad, discusión, desilusión.

Un día regresé de un paseo indispuesta. Lo habíamos pasado muy bien y yo había comido la comida típica. Él no. Ese fue mi error. Cuatro días de descomposición de cuerpo y del alma.

Tuve fiebre y mi cuerpo no resistía ni un poco de agua.

Mi recién estrenado marido simplemente se ofuscó con mi indisposición, se molestó de verme echada en la cama sintiéndome morir, se frustró por tener que ir a almorzar y comer solo. Toda esa ira la depositó sobre mí. Y yo con esa colitis que no me dejaba. Ahora entiendo, que era algo tóxico que mi cuerpo quería eliminar, si, la comida, pero también algo que yo percibía como tal, una situación, una persona, un conflicto…todas las anteriores, quizás.

Me dejó sola. Se iba a la playa y regresaba al atardecer. Dormía en la terraza. Me sentí morir física y emocionalmente. Ese es el hombre con el que me acababa de casar. Era una realidad y me estaba estrellando con ella en la luna de miel.

¿Qué pasó con ese ser dulce y preocupado?

Finalmente, pasado el malestar él se disculpó y yo lo entendí.

Así continuó la desconexión con mi cuerpo.

Seguimos viaje.

Un día, me di cuenta de que estaba contando los días que faltaban para regresar. Me sentía cansada y quería llegar a mi departamento, ordenarlo, comenzar lo que sería mi rutina antes de empezar a trabajar.

Necesitaba un tiempo para mí, para pensar, para ordenar mis ideas y acomodar mis sentimientos. Los seis meses anteriores al matrimonio habían sido muy tensos. Terminar la Universidad, arreglar el departamento, organizar el evento, trámites, médicos, despedidas.

Cuando el avión tocó suelo, respiré profundo. Mi energía cambió. Me animé. Empezé a recorrer mentalmente todo lo que pensaba hacer. Quería ver a mi familia, a mis amigos, pero sobre todo sentarme con mi taza de café, un cigarro y pensar. Sentía que tenía mucho que pensar. En realidad, lo que me atormentaba era que había algo disonante que yo no quería escuchar. Esa sensación en las entrañas que te están dando un mensaje que prefieres no sentir. Tenía la certeza que no era la luna de miel que yo había soñado. También sabía que el señor Disney las películas de Hollywood arruinan la realidad, pero algo me decía que era bastante más lejos de lo normal.

Bajando del avión y oliendo a ese aire que caracteriza al lugar que llamamos “casa”, me puse feliz.

En el camino a recoger las maletas, nos encontramos con ambas madres y quizás algunos hermanos, no recuerdo bien. Lo que sí recuerdo y con mucha claridad y jamás podré borrar de mi mente hasta el día de hoy, pues lo que consideré una pregunta extraña, agresiva. Claro, hoy le entiendo en toda la magnitud de su significado. Mi exsuegra apenas verme me abrazó. Me tomó por un brazo, el izquierdo, me apartó hacia un costado. Lo hizo de manera tosca. Entendí que me iba a decir algo, importante. Soltó la pregunta: ¿y cómo se portó?

Esas fueron sus palabras. No más. No menos. Y lo hizo mirándome a los ojos como queriendo adentrarse para ir ella misma a buscar la respuesta. ¿Qué quería decir con esa pregunta? ¿A qué se refería? ¿Al carácter de Mr. F? ¿Se refería a si me había comprado algunos recuerdos del viaje? En ese momento me pasaron muchas situaciones que estaban relacionadas a ¿Cómo se portó?

Mi cara siempre ha sido leíble, mostraba, me imagino, sorpresa, confusión, incomodidad, tristeza.

Seguía apretando mi brazo, sabía que la respuesta era muy importante y entendí por su gesto serio, adusto a qué se refería con la singular pregunta. Lo que no podía entender a mis escasos 22 años y viniendo del back round que venía, porque la mamá del ahora mi marido me hacía esa pregunta.

¿Cuál era su interés? Ese era un tema personal, íntimo. Finalmente le contesté, seca, tajante “bien” Me solté, y caminé a reunirme con mi marido. Cuando estaba caminando hacia él pude escuchar un suspiro de alivio. ¿Cuál era su alivio? ¿Qué le preocupaba?

Jamás conversé con nadie sobre este tema. Pasó a la sección “no clasificados” y pasó a formar parte de otra de las piezas del rompecabezas.

Treinta años atrás no había escuchado ni sabía de alguna persona que se hubiese casado con un hombre gay. No era algo ni remotamente posible en mi cabeza. En mi ingenuidad los gays no se casaban. Les costaba salir del closet, a veces una vida, pero no le reventaban la vida a nadie.

Había sido criada que el matrimonio era para toda la vida, como si el amor durará una vida. Debo admitir que hay excepciones. Ese es otro tema.

Por lo tanto, sabía que iban a haber subidas y bajadas. Todo eso era normal. Estaba previsto. La comunicación era la clave. Cuando las cosas se hablan todo se puede arreglar, por lo tanto, el divorcio no estaba en mi mapa.

La verdad, es que tal fue la diferencia entre mi relación del que fue mi novio por dos años, al que ahora era mi esposo, que quizás consideré separarme tan pronto como llegando de mi luna de miel, pero era como una alucinación o como una ilusión.

La pregunta de mi suegra siempre me incomodó a lo largo de mi matrimonio sobretodo en situaciones de duda.

¿Sabría ella algo? Ahora sé que evidentemente si. Lástima que no está en este plano para conversar con ella. Nunca sabré por qué dejó que todo este teatro siguiera. Nunca sabré por qué nunca me dio ni siquiera una pista, un indicio. Nosotros tuvimos mucho diálogo antes del matrimonio. Conversamos de todo, me contó cosas de su niñez. Se abrió conmigo. Jamás me dijo una palabra. Lo curioso fue que una vez casados, esa relación que yo pensaba armónica donde había mucha confianza y complicidad cambió radicalmente y fue el inicio de una relación tensa, difícil y complicada por momentos. Muy distante en otros. Hubo lucha de poder, debo confesar. Las dos peleamos en silencio y no tan en silencio por el mismo hombre. Ella quería seguir controlando a su hijo y yo quería a mi marido. Fue duro, desgastante, motivo de terapia. Se que las relaciones con las suegras no son fáciles, me había propuesto derribar ese mito. Habíamos empezado con buen pie, pero como me lo dijo ella el día del matrimonio, en forma de broma, y evidentemente no lo era: “ahora saco mis garras” Tan locuaz fue su gesto, que el fotógrafo capturó el momento.

Ahora con esta paz de corazón, me cuestiono si ella hubiera podido evitar tanto sufrimiento… Claro que sí. Pero el no aceptar a los hijos tal cual son es un problema que es muy común en nosotros los padres, el que dirán, el cumplir con la sociedad entregando un hijo que cumpla con todos los estándares que ésta exige.

Para ella, y en ese momento, que su hijo se case y tenga hijos. Además de ser un ejecutivo exitoso.

No importaba lo que pasara después….






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