Desde la noche que mi marido confirmó de una manera poco clara su opción sexual hasta el momento que lo pudiese verbalizar y aceptar él mismo, sin engaños ni excusas ni disfraces, pasaron cuatro largos años. Mientras tanto, lo que dijo esa noche, con tanto dolor, lo hizo obligado por las circunstancias. Se encontraba entre la espada y la pared. Imaginando que todo por lo que había trabajado en su vida estaba a punto de desmoronarse. Su trabajo, su familia, su prestigio, su honra y no por su opción sexual, sino por el engaño, la mentira y por su doble vida, que se veía ahora amenazada. “No es lo que tú piensas, es que me sentía muy solo. Era sólo compañía, tú sabes, conversación. No lo que estás pensando” “Con tanto viaje, me sentía muy solo”
Así fue como yo me enteré. Esas fueron sus palabras. Y, ¿Por qué me lo contó? ¿Por qué fue con esa cara de tragedia a pedirme que necesitaba hablar conmigo, urgente?
El novio de turno, el amigo que le servía de compañía cuando se sentía solo, cuando viajaba, lo estaba traicionando. La amistad, la compañía había terminado y él que fue su confidente lo estaba extorsionando. Quería dinero, así es dinero, a cambio de no decir nada, en su trabajo, ni a su mujer, ni a sus hijos.
Mr. F. estaba congelado, inutilizado, disminuido. No sabía qué hacer y por eso volteó a mí como en sus mejores épocas. Esta vez con la amenaza de un suicidio y con el ofrecimiento de darme “todo”. ¿Qué es todo? Todo lo que él había logrado económicamente a lo largo de su carrera. Ese “todo” no era solo de él, ese “todo” lo hicimos juntos por muchas razones que no vale la pena explicar. Ese “todo” era lo que le provocaba angustia.
Por supuesto, que ni suicidio, ni todo, ni pena. Le pedí que respondiera y se hiciera responsable de sus actos como el hombre que era. Esas fueron mis recomendaciones.
Intercambiamos algunas ideas, casi como se discute una estrategia de marketing o se plantea una negociación; de una manera fría desapegada y objetiva. No hubo lágrimas, no hubo reclamos. Sólo una cara. La mía, con un ¿? que acompañó toda la conversación. ¿Por qué? Y entré en lo que me imagino se denomina “estado de shock” donde uno es capaz de operar casi normalmente en el plano físico, pero es muy difícil lidiar con las emociones, por lo tanto, las encajonamos, las guardamos, las evitamos. Se pierde todo contacto con ellas, es imposible sentir. Yo creo que entré en el famoso “survival mode” segregando toneladas de cortisol. En ese estado de sobre vivencia, en lo único que podía pensar era en mis hijos, como el animal que protege a sus crías de cualquier depredador. Es algo casi visceral.
Lo único que le pedí Mr. F. fue que buscara asesoría con un abogado, que se arregle con quien fue su media naranja, pero que a mis hijos no los iba a dañar, nadie.
Varios acontecimientos se sucedieron inmediatamente después de esa terrible noche.
A los siete días viajamos a la graduación de uno de mis hijos. Motivo de orgullo, de felicidad, de celebración y así lo fue.
Claro, hoy me doy cuenta de varios detalles que se me pasaron porque mis pensamientos estaban llenos de niebla. Faltaron amigos, familiares que nunca fueron invitados. Tarjetas y regalos que nunca fueron comprados. Un sin fin de detalles que yo había planificado para ese día tan especial y que simplemente desaparecieron de mi mente sin dejar rastro.
Terminado el evento y entendiendo que tenía que regresar a mi casa, todo era difícil de comprender, Mr. F. me participa que no volvía a destino. El vuela a Asia a retirarse por un mes del mundanal ruido. ¿Perdón? Entonces, el asunto era cómo sigue: la graduada se quedaba porque estaba trabajando, Mr. F. emprendía un periplo por el Asia para alejarse de la desgracia que él mismo había ocasionado y yo tenía que regresar mi casa, sola. A ver a mis hijos. Asustada, porque la bestia andaba suelta. Al momento, no había logrado llegar a ningún acuerdo con el joven.
Ese día, antes de tomar el avión que me traería de vuelta a casa fue la primera vez que sentí que no tenía fuerzas para pararme de la cama. Mi shock duró lo que creo no le debería durar a nadie. Me quedé callada. No le dije nada a nadie. A veces, esa conversación nocturna viajaba al infinito y me olvidaba que había existido, por lo menos, eso pensaba. Son esas licencias que se da la mente, para mantener la cordura.
¿Qué esperaba? ¿Pensaba que las cosas se solucionarían? No, eso lo tenía clarísimo. No se iban a solucionar. Ya habían habido muchas banderas rojas. Necesitaba procesar, entender. ¿Estaba en proceso de negación? Sí, mi proceso de negación tenía que ver con mi matrimonio. Ya no había nada que yo pudiera hacer para sacarlo adelante. Me acababan de dar la partida de defunción. No podía resucitar al muerto y me negaba a aceptar esa realidad. Más, si entendía por qué tenía la partida defunción en mi mano. Ya sabía la causa de la muerte. Tenía que entender todas estas banderas rojas. Todos los comentarios, las miradas, había tanto que procesar.
De algo estaba segura, iba a proteger a mis hijos lo mejor que pudiera y si eso significaba que terminaran el colegio, tranquilos, pues eso se haría. Mi meta era que mis hijos sufrieran lo menos posible, no tenían que pasar por esto, no en ese momento, no a esa edad.
Varios años antes, había iniciado una búsqueda que me había llevado a leer desde libros de autoayuda hasta filosofía budista, hinduismo y algo de los clásicos como Platón, Marco Aurelio, Plotino y Aristóteles. Leí muchísimo, casi obsesivamente. Buscaba algo que sentía que me faltaba. Buscaba respuestas. No faltó el gurú que apareció en algún momento y que me inició en el arte de la meditación y de la metafísica. Ambas se convirtieron en mi tabla de salvación en esos años duros, complicados, de los cuales yo seguía siendo cómplice al no denunciar el hecho. Seguía siendo cómplice al no separarme. Podía encontrar las mil excusas válidas, o no, pero era tan cómplice como Mr. F. por permanecer en el matrimonio.
Paradójicamente, así como son las cosas en la vida, ésta fue la época de mayor actividad. Viajé muchísimo. Odiaba los aviones y pasé a amarlos. Viajaba sola. Viajaba con mis hijos. Viajaba. Fui a cursos, estudié y comencé a trabajar en lo que es mi pasión, desde mi casa. Trabajaba todo el día, hacía una pausa, en la tarde para estar con los chicos y luego continuaba en la noche. Fueron años por los que pasé del shock a la negación, a la rabia, a la tristeza luego regresaba a la negación. No fue para mí un proceso lineal. Para nada. Hubo además un ingrediente adicional. Como Mr. F. no pudo resolver con su ex media naranja, compañía, acompañante su tema de extorsión decidió pasarle mi contacto para que yo me entendiera con él. Mr. F. estaba seguro de que lo iba a hacer muy bien.
Cuál no sería mi sorpresa al recibir el primer correo, de ese sinvergüenza, pidiéndome una cantidad X. Me facilitaba todos sus datos para proceder con la transferencia. Me explicaba que estaba desempleado. Necesitaba el dinero. Muy amablemente me decía que estaba vigilada, describiéndome como estaba vestida ese día. Esta experiencia fue aterradora. Realmente sentí que tuve que hacer un trabajo de filigrana. Fue difícil. Desgastador. Humillante. Nadie debería tener que pasar por una experiencia semejante y tampoco ceder al chantaje. Será motivo de otro post.
No tenía tiempo de sentirme víctima. Estaba todo el tiempo en estado de alerta. Eso agota emocional, mental y físicamente. Innecesariamente. Lloraba a veces con una película, en la ducha cuando sentía que ya no me daban las fuerzas. Cuando veía las fotos y pensaba en qué momento sucedió. ¿Fue así desde el día uno? Todas las preguntas que uno se hace y que lo único que se consigue es volverse un poco mas ansiosa, angustiada, irascible.
Escribí mucho durante ese tiempo, casi todos los días. Agradezco tanto. Me ayudaba a poner mis ideas en orden, sí se puede llamar orden a lo que era el caos en el que elegí vivir, pero y sobre todo son una referencia de los sentimientos, emociones, hechos que hoy no recuerdo o no quiero recordar. Además, eran una magnifica forma de hacer catarsis.
Durante el primer año después de la confesión nocturna, no me desprendía de mis hijos cuando ellos llegaban del colegio. El teléfono fijo pasó a formar parte de mi cuerpo. Número de teléfono que tuve que cambiar varias veces. Me sentaba a leer mientras ellos estudiaban hasta que empecé a perder la concentración. Aprendí a bordar, yo que jamás había cogido una aguja para bordar. Gracias a una amiga querida, y además era y es una de mis confidentes. Hasta ese momento solo sabía que estaba haciendo malabares en mi matrimonio. Ella, con la paciencia que la caracteriza me enseñó desde cómo acomodar los hilos, escoger el diseño, la tela y empezar el proyecto. Lo hice por un tiempo largo. Dejé mis ojos allí. Mi último proyecto fue un bordado de un ideograma chino, el ideograma, de la doble felicidad. Este significa que la felicidad que llega es doble, una por el novio y otra por la novia. Eso, lo leí mucho después. Mi inconsciente estaba buscando el amor. Espero que haya llegado a la casa donde ese bordado fue de regalo.
Una de esas tardes en qué bordaba afanosamente, mi hijo me dice. “Ma, no te veo bien” Lo interrogué al máximo, para entender exactamente a qué se refería. “Sencillamente te veo triste”. Sonaron las alarmas, los esfuerzos no estaban dando resultado. A la mañana siguiente llamo a pedir turno al consultorio de un psiquiatra amigo. J.C. fue el primer mortal en enterarse con detalle de lo que estaba viviendo. Cuando terminé mi narración pude ver que literalmente se le había caído la mandíbula y que tenía los ojos fuera de sus órbitas. Me miraba con sorpresa e incredulidad y había algo de tristeza. Pasó a hacer varias preguntas. Coge su recetario y comienza a llenarlo de nombres de pastillas, hace una pausa, me pregunta, “¿No te pensarás aventar del séptimo piso?” ¡No! Me río y le digo “Tengo mucho por hacer. Estás confundiendo pacientes, el suicida es mi marido.” Sonríe. No hace falta decir que me dio su teléfono celular, el número telefónico de su casa, el de sus suegros, el de la Universidad donde da clases, el número donde atendía en las mañanas y donde pasaba los fines de semana. Me estaba diciendo que estaba 24 horas al día y 7 días a la semana a mi disposición. Una gran persona, pero sobre todo contaba con su discreción. Algo que para mí era prioritario.
Como todas las pastillas, las calmantes, relajantes y antidepresivas tienen muchos efectos secundarios. A mí no me cayeron bien. Probé todo lo que la industria farmacéutica tiene para ofrecer y lo único que me ocasionaron fueron kilos de más.
Fue bueno visitarlo cada 15 días. Tenía alguien con quien hablar.
No sé en qué momento Mr. F. dejó su pose de manso corderito arrepentido para convertirse en un ser agresivo, alterado, con síndrome de gerentes desubicado. Es en ese momento, que yo entro en la fase del resentimiento, del victimismo de las típicas frases, ¿Por qué a mí? ¿Por qué no me respetó? ¿Por qué me usó? Yo era/soy/ fui su pantalla.
Lo tenía todo. La esposa, los hijos, los perros, la casa, lo autos, el reloj, los zapatos. La fachada perfecta.
CONTINUARÁ......
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